EL ELOGIO DE LA DIFICULTAD
Estanislao Zuleta[1]
La pobreza y la
impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una manera tan clara como
cuando se trata de imaginar la
felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas,
países de Cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y
sin muerte. Y por lo tanto también sin carencias y sin deseo: Un océano de
mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente
inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes.
Todas esas fantasías
serían inocentes e inocuas, si no fuera porque constituyen el modelo de
nuestros propósitos y de nuestros anhelos en la vida práctica.
Aquí mismo, en los
proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras
eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada, de
las reconciliaciones totales, de las soluciones definitivas. Pude decirse que
nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no seamos
capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos;
que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como
en la forma misma de desear. Deseamos mal. En lugar de desear una relación
humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de
luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros,
un nido de amor y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo. En
lugar de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar
arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de la
satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente recibida. En
lugar de desear una filosofía llena de incógnitas, y preguntas abiertas,
queremos poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por
espíritus que nunca han existido o por caudillos que desgraciadamente si han
existido.
Adán y sobre todo
Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado
es que anhelemos regresar a él.
Desconfiemos de las
mañanas radicales en las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos en
la historia, desde la antigüedad hasta hoy, los horrores a las que pueden y
suelen entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas,
las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia- por la
desgracia- de alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida
personal nos enseña cuán próximos se encuentran uno del otro de la idealización
y el terror. La idealización del fin, de una meta y el terror de los medios que
procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad
al ideal, entran inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en
un sistema de pensamiento tal, que los que se atrevieran a objetar algo quedan inmediatamente
sometidos a la interpretación totalitaria: sus argumentos no son sus
argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza dañada o bien máscaras de
malignos propósitos. En lugar de discutir un razonamiento, se le reduce a un
juicio de pertenencia al otro- y el otro es, en este sistema, sinónimo de
enemigo- o se procede a un juicio de intenciones. Y este sistema se desarrolla
peligrosamente hasta el punto en que ya no solamente rechaza toda opción, sino
también toda diferencia: el que no está conmigo está contra mí, y el que no
está completamente conmigo, no está conmigo. Así como hay, según Kant, un verdadero abismo de la Razón que consiste
en la petición de un fundamento último e incondicionado de todas las cosas, así
también hay un verdadero abismo de la acción que consiste en la exigencia de
una entrega total a la "causa" absoluta y concibe toda duda y toda
crítica como traición o como agresión.
Ahora sabemos por una
amarga experiencia que este abismo de la acción, con sus guerras santas y sus
orgías de fraternidad, no es una característica exclusiva de ciertas épocas del
pasado o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo científico y técnico; que
puede funcionar muy bien y desplegar todos sus efectos sin abolir una gran
capacidad de inventiva y una eficacia macabra. Sabemos que ningún origen
filosóficamente elevado o supuestamente divino, inmuniza a una doctrina contra
el riesgo de caer en la interpretación propia de la lógica paranoide que afirma
un discurso particular - todos lo son - como la designación misma de la
realidad y los otros como ceguera o mentira.
El atractivo terrible
que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa de una comunidad humana no
problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que suprimen la
indecisión y la duda, la necesidad de pensar por si mismo, otorgan a sus
miembros una identidad exaltada por participación, separan un interior bueno -
el grupo - y un exterior amenazador. Así como se ahorra sin duda la angustia,
se distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo propio y un odio
por lo extraño y se produce la más grande simplificación de la vida, la más
espantosa facilidad. Y cuando digo aquí facilidad no ignoro ni olvido que
precisamente este tipo de formaciones colectivas, se caracterizan por una
inaudita capacidad de entrega y sacrificio; que sus miembros desean y aceptan
el heroísmo, cuando no aspiran a la palma del martirio. Facilidad, sin embargo,
porque lo que el hombre teme por encima de todo, no es la muerte y el
sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la
necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el
amor y el respeto.
Un síntoma inequívoco de la dominación de
las ideologías proféticas y de los grupos que las generan o que someten a su
lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el descrédito en que
cae el concepto de respeto. No se quiere saber nada del respeto ni de la
reciprocidad, ni de la vigencia de normas universales. Estos valores aparecen
más bien como males menores propios de un resignado escepticismo, como signos
de que se han abdicado las más caras esperanzas. Porque el respeto y las normas
sólo adquieren vigencia allí donde el amor, el entusiasmo, la entrega total a
la gran misión, ya no pueden aspirar a
determinar las relaciones humanas. Y como el respeto es siempre el
respeto a la diferencia, solo puede afirmarse allí donde ya no se cree que la
diferencia pueda disolverse en una comunidad exaltada, transparente y
espontánea, o en una fusión amorosa. No se puede respetar el pensamiento del otro,
tomarlo seriamente en consideración, someterlo a sus consecuencias, ejercer
sobre él una crítica, válida también en principio para el pensamiento propio,
cuando se habla desde la verdad misma, cuando creemos que la verdad habla por
nuestra boca; porque entonces el pensamiento del otro sólo puede ser error o
mala fe; y el hecho mismo de su diferencia con nuestra verdad es prueba
contundente de su falsedad, sin que se requiera ninguna otra. Nuestro saber es
el mapa de la realidad y toda línea que se separe de él, sólo puede ser
imaginaria o algo peor: voluntariamente torcida por inconfesables intereses.
Desde la concepción apocalíptica de la historia las normas y las leyes de
cualquier tipo, son vistas como algo demasiado abstracto y mezquino frente a la
gran tarea de realizar el ideal y de encarnar la Promesa; y por lo tanto sólo
se reclaman y se valoran cuando ya no se cree en la misión incondicionada.
Pero lo que ocurre
cuando sobreviene la gran desidealización no es generalmente, que se aprenda a
valorar positivamente lo que tan alegremente se había desechado o estimado sólo
negativamente; lo que se produce entonces, casi siempre, es una verdadera ola
de pesimismo, escepticismo y realismo cínico. Se olvida entonces que la crítica
a una sociedad injusta, basada en la explotación y en la dominación de clase,
era fundamentalmente correcta y que el combate por la organización social
racional e igualitaria sigue siendo necesaria y urgente. A la desidealización
sucede el arribismo individualista que además piensa que ha superado toda moral
por el solo hecho de que ha abandonado toda esperanza de una vida
cualitativamente superior.
Lo más difícil, lo
más importante, lo más necesario, lo que de todos modos hay que intentar, es
conservar la voluntad de luchar por una sociedad diferente sin caer en la
interpretación paranoide de la lucha. Lo difícil, pero también lo esencial es
valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un
hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el
pensamiento, como aquello sin lo cual una imaginaria comunidad de los justos
cantaría el eterno hosanna del aburrimiento satisfecho. Hay que poner un gran
signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus consecuencias, sino
sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo aquello que no exige de
nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar
nuestras posibilidades.
Hay que observar con
cuánta desgraciada frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos, en la vida
personal y colectiva, la triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no
reciprocidad lógica; es decir, el empleo de un método explicativo completamente
diferente cuando se trata de dar cuenta de los problemas, los fracasos y los
errores propios y los del otro cuando es adversario y cuando disputamos con él.
En el caso del otro aplicamos el esencialismo: Lo que ha hecho, lo que ha
pasado es una manifestación de su ser más profundo; en nuestro caso aplicamos
el circunstancialismo, de manera que aún los mismos fenómenos se explican por
las circunstancias adversas, por alguna desgracia coyuntural. Él es así, yo me
vi obligado. Él cosechó lo que había sembrado; yo no pude evitar ese resultado.
El discurso del otro no es más que un síntoma de sus particularidades, de su
raza, de su sexo, de sus neurosis, de
sus intereses egoístas; el mío es una simple constatación de los hechos y una
deducción lógica de sus consecuencias. Preferiríamos que nuestra causa se
juzgue por los propósitos y la adversaria por sus resultados.
Y cuando de este modo
nos empeñamos en ejercer esa no reciprocidad
lógica que es siempre una doble falsificación, no sólo irrespetamos al
otro, sino también a nosotros mismos, puesto que nos negamos a pensar
efectivamente el proceso que estamos viviendo.
La difícil tarea de
aplicar un mismo método explicativo y crítico a nuestra posición y a la opuesta
no significa desde luego que consideremos equivalentes las doctrinas, las metas
y los intereses de las personas, los
partidos, las clases y las naciones en conflicto. Significa por el contrario
que tenemos suficiente confianza en la superioridad de la causa que defendemos, como para estar seguros de
que no necesita, ni le conviene esa doble falsificación con la cual, en verdad,
podría defenderse cualquier cosa.
En el carnaval de
miseria y derroche propio del capitalismo
tardío, se oye a la vez lejana y urgente la voz de Goethe y Marx que nos
convocaron a un trabajo creador, difícil, capaz de situar al individuo concreto
a la altura de las conquistas de la humanidad.
Dostoyevski nos
enseñó a mirar hasta dónde van las tentaciones del tener una fácil relación
interhumana: van no sólo en el sentido de buscar el poder, ya que si no se puede
lograr una amistad respetuosa en una empresa común se produce lo que Bahró
llama intereses compensatorios: la búsqueda de amos, el deseo de ser vasallos,
el deseo de encontrar a alguien que nos libere de una vez por todas del cuidado
de que nuestra vida tenga sentido. Dostoyevski entendió, hace más de un siglo,
que la dificultad de nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas.
Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos evitan la angustia de
la razón.
Pero en medio del
pesimismo de nuestra época se sigue desarrollando el pensamiento histórico, el
psicoanálisis, la antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio
del pesimismo de nuestra época surge la lucha de los proletarios que ya saben
que un trabajo insensato no se paga con nada, ni con automóviles ni con
televisores; surge la rebelión magnífica de las mujeres que no aceptan una
situación de inferioridad a cambio de halagos y protecciones; surge la
insurrección desesperada de los jóvenes que no pueden aceptar el destino que
les han fabricado.
Este enfoque nuevo
nos permite decir como Fausto:
"También esta noche, tierra,
permaneciste firme
Y ahora renaces de nuevo a mí alrededor
Y alientas otra vez en mí
La aspiración de luchar sin descanso
Por una altísima
existencia"
[1] Palabras pronunciadas al recibir el título de Doctor
Honoris Causa en Psicología de la Universidad del Valle
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